Empecemos en diferenciar tener orgullo o estar
orgulloso. Evidentemente todos hemos usado en alguna ocasión ambas expresiones.
Las personas que tienen orgullo propio, lo definen como ‘amor propio’, como un arma o caparazón poderoso que sólo sirve
para “protegerse” ante las circunstancias que nos molesta y que en ocasiones no
nos permite avanzar. Sin embargo la gran mayoría de personas creen que el amor
propio es sentirse únicos y maravillosos y por tanto los mejores del mundo y
que nadie es mucho mejor que ellos, que difícilmente se equivoca, realmente es
una máscara de la soberbia. Sin
embargo, estar orgulloso de mí o de
alguien, significa algo completamente distinto, y es algo completamente sano, puesto
que aquí se trata de reconocer lo que hemos hecho para beneficiar a los demás y
por ende la capacidad de amar ya que todas las personas somos valiosas para el
Señor. “CUANDO EL ORGULLO COMIENZA, EL AMOR MUERE.” Por lo tanto tu
personalidad es afectada hasta llegar a sepultarla.
Si hay una emoción primaria tan poderosamente autodestructiva, esa es el orgullo. Ronda por sus anchas en las empresas, en las relaciones personales y por supuesto en la pareja que no se basan en el amor, por lo general los lleva a la separación. Tiene su lado de apariencia amable, pero cuidado, su cara negativa “soberbia” resulta muy destructiva. Para los expertos en psicología de la personalidad todos deberíamos poder desarrollar un sentido saludable de sentirnos orgullosos por haber logrado algo para bien de los demás pero cuando aflora el orgullo por lo que somos YO estamos en el lado oscuro de nuestra personalidad. Lo sano es la forma de respetarnos a nosotros mismos y entender que a su vez respetamos a los demás. "amarás a tu prójimo como a ti mismo", esencialmente nos está diciendo que tratemos a otras personas, así como nos tratamos a nosotros mismos. Ahora bien, lo que ya no es tan adecuado es cuando se transforma en sentimiento, haciéndose permanente en nuestros pensamientos, esa experiencia subjetiva se transforma en soberbia. Donde alguien acaba aplicando una autoestima desmedida, engañosa y destructiva. Donde situarnos por encima de los demás para sobrepasar el límite del respeto, controlar y dominar a su antojo es desplegar la más venenosa arrogancia donde la rebelión flórese.
“Nuestro carácter nos hace meternos en problemas,
pero es nuestro orgullo el que nos mantiene en ellos”.
El orgullo es visto como vanidad, arrogancia,
exceso de estima por uno mismo, siendo en ocasiones disimulable por nacer aparentemente
de causas nobles y virtuosas aunque, como todos sabemos, esto último
no suele ser así. Una persona orgullosa tiene por delante primero su
persona, después su persona también y por último su persona espera es recibir y
no dar o servir.
Desde el punto de vista de la psicología, una
persona orgullosa es aquella que utiliza habitualmente una ‘capa
protectora’ para tapar o enmascarar sentimientos de inferioridad que
siente en realidad con respecto a sí misma o con respecto a la relación que
tiene con otra persona. Se puede ver como un trastorno de personalidad es
un tipo de trastorno mental en el cual tiene un patrón de pensamiento,
desempeño y comportamiento marcado y poco saludable llamado orgullo. Lo cierto
es que una persona con trastorno
de personalidad tiene problemas para percibir y
relacionarse con las situaciones y las personas. Algunas personas lo
manifiestan cuando sienten temor o miedo de alguna situación, piensan que se
están protegiendo. Pero lo hacen para hacer frente al miedo y las
consecuencias que temen de sufrir de una situación o acción.
Origen
De algún modo, que históricamente e incluso desde un punto de vista doctrinal se vea el orgullo como uno de los pecados más perversos, tiene su lógica. Pensemos en ello, todos hemos sido repelidos por ese tipo de personas que tienen una visión exagerada de sí mismas. De quien solo habla de sus logros, de quien se dan ese realce tan dañino, incitan a dividir y a la sublevación. “El orgullo engendra al tirano. El orgullo, cuando inútilmente ha llegado a acumular imprudencias y excesos, remontándose sobre el más alto pináculo, se precipita en un abismo de males, del que no hay posibilidad de salir”. El orgullo, la arrogancia y la soberbia, se definen en un sólo, espíritu, cuyo nombre es Leviatán. Este espíritu es la raíz de todos los pecados, debido a que fue el pecado que llevó a Satanás a rebelarse en contra de Dios. Una persona que camina con orgullo, puede caer en cualquier pecado.
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.” (Mateo 5:3). Los “pobres de espíritu” son aquellos que reconocen su total bancarrota espiritual y su inhabilidad para venir a Dios aparte de Su divina gracia. Los orgullosos, por otra parte, están tan cegados por su soberbia, que piensan que no tienen necesidad de Dios o aún peor, que Dios debe aceptarlos como son, porque ellos merecen ser aceptados.
El orgullo
como mecanismo de defensa
Este hecho es curioso. En muchos casos se trata de
personas que esconden de manera inconsciente ciertos hechos o sucesos que
en algún momento, les generó un tipo de inseguridad. Pueden
ser errores cometidos o a desprecios sufridos en por parte de los demás en
el pasado, desde su crianza. De este modo, lo que hacen muy a menudo es
utilizar el orgullo como un arma de defensa, resaltando sus logros y éxitos
sobre los demás con la finalidad de que estos no descubran las debilidades
o puntos flacos que aún conservan. El orgullo es como un escudo o una
coraza que sirve para enmascarar el sentimiento
de inferioridad. Carl Jung lo expresaba diciendo que “a través del orgullo nos engañamos a
nosotros mismos”, haciendo referencia al papel del autoengaño como medio de
protección contra el miedo a reconocer los propios errores y sus consecuencias.
Son hipersensibles, todo les molesta y les ofende No les hables de tus logros
porque critican, no comentes con ellos tus preocupaciones, tus metas o los
objetivos que estás a punto de conseguir. La
persona orgullosa reinterpretará cualquier acto para asumirlo como un ataque
directo a su ego. Aún más, toda cualidad que te defina la verá como una
clara amenaza contra su persona, de ahí que no dude en verte como un rival y
sentirse ofendido por todo lo que hagas o digas. “Si no se modera tu orgullo,
él será tu mayor castigo”. -Dante Alighieri-
Necesidad de
control
Este tipo de perfil necesita asumir el control en
todo escenario para poder así validar su orgullo, les cuesta trabajar en equipo
y son tiranos cuando ejercen autoridad. A nivel familiar este tipo de conducta
puede llegar a ser muy destructiva. La persona orgullosa exige ese tipo de
veneración absoluta donde no se le puede llevar la contraria, donde nadie puede
estar por encima de él o ella y aún menos destacar en algún aspecto. Toda
oportunidad es buena para sacarse brillo resaltándose en manipular. Debemos por
tanto no llegar nunca hasta estos territorios. Lo mejor es cuidar las
fronteras, reconocer nuestras vulnerabilidades, nuestros errores y evitar que
el orgullo más nocivo asuma el control. Porque cuando esto ocurre, se
pierde la razón y la dignidad (y a las personas que queremos). La palabra perdón o el hecho de reconocer “una
aparente debilidad” se le atraganta. Y desde ahí, va aguantando los días y es
incapaz de ceder. Por eso, esta actitud arrogante los hace pagar un precio
elevado: la
soledad. Pero la buena noticia es que se puede salir de ello.
Tener confianza en nosotros mismos ayuda, eso es bueno. Pero si hay exceso de confianza nos lleva a no enfrentar la situación con inteligencia. Nunca viene mal que nos paremos a pensar si quizá nos estamos pudiendo equivocar en una situación. Dejar un margen de error en nuestros actos con respecto a otras personas, nos permitirá acercarnos a ellas y conseguir, por qué no, aquello que tanto deseamos pero que no hemos conseguido con anterioridad. Un exceso de confianza tampoco es positivo, puesto que nadie es perfecto y todos al fin y al cabo cometemos errores. El orgullo puede alejarte de conseguir tus metas. La gran mentira o engaño que cree es que son los demás los que se equivocan, tienen que cambiar y que por tanto ellos nada tienen que hacer, sólo protegerse para que los errores de los demás no les hagan daño. Es ahí por tanto, donde se quedan bloqueadas y no avanzan en ninguna dirección. Sólo en colocarse su armadura carnal, llevando peso encima, y quizá sentirse mal porque las cosas no han sido como esperaban porque el otro no ha cambiado como a él le gustaría.
Lo primero
que tenemos que preguntarnos: ¿cuál es nuestro objetivo vital, tener
la razón o ser felices? Si nos obcecamos por lo primero, podremos
quedarnos solos demostrando una y otra vez que el resto del mundo es el
responsable de lo que nos duele. Pero desde ahí, no se avanza y encima, nos
quedamos peor. Por ello, no es una decisión precisamente práctica. La mejor
inteligencia es aquella que nos ayuda a tomar decisiones adecuadas y a veces,
es preferible pasar un momento en el que te escuece una palabra (como pedir
perdón o reconocer un error) que tirarte los días aguantando por orgullo. O
segundo y lo más importante, necesitamos honestidad profunda. Detrás de los
arranques de orgullo que nos daña, hemos de reconocer que lo que hay es dolor o
miedo, miedo a sentirnos solos, al rechazo o a la crítica. Desde la sinceridad
crecemos y podemos avanzar. Hablar en términos de orgullo nos distancia aún más
de los otros y de nosotros mismos. Cuando reconocemos que algo nos duele y
no soltamos lo primero que nos dicta el orgullo, podemos entablar una
conversación sincera con el otro y con uno mismo.
¿Y qué hacer cuando la persona que tenemos enfrente
hace gala del orgullo en su peor faceta? Una vez más, necesitamos cambiar el
punto de vista. Si en vez de contemplarle desde esa respuesta exagerada,
comprendemos que es una persona que está herida y que no tiene mejores
recursos, podremos entablar una conversación más honesta. Pero si el otro se
niega a ello porque el orgullo le puede, lo mejor es que sea el tiempo quien le
ayude a entrar en razón.
En definitiva, todas las emociones tienen un por
qué. Las explicaciones de Guy Winch, en un artículo publicado en Psychology
Today, sobre las extremas dificultades que algunas personas presentan a la hora
de pedir disculpas. G. Winch dice que aunque pedir perdón es una de las
primeras cosas que se nos enseña de niños, algunos adultos se niegan a pedir
perdón, incluso cuando están equivocados. Decir “lo siento” parece ser una de
las frases más difíciles de verbalizar. Generalmente se suele interpretar este
tipo de reacción como una forma de orgullo o de terquedad, sin embargo, esta
incapacidad a menudo esconde motivos más profundos. Cuando una persona
muestra dificultades en pedir perdón o en reconocer su parte de error o de
responsabilidad en una dinámica relacional, lo que ocurre es que en
realidad está desplegando una serie de esfuerzos para proteger una frágil
percepción de su propio “Yo”. Para la mayoría de las personas, pedir perdón está
asociado a sentimientos de culpabilidad. Sin embargo, para las personas con un Yo frágil, el hecho de disculparse va
ligado a sentimientos de vergüenza. Es decir que la culpabilidad nos hace
sentir mal respecto a nuestras acciones, la vergüenza nos hace sentir mal
respecto a nuestra identidad, lo que convierte la vergüenza en una emoción mucho
más toxica que la culpabilidad. Lo cierto es que todo está en nuestra mente y mientras
no la renovemos no va a cambiar nuestra manera de pensar.
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